El caco no los cacos porque el raciocinio porfiaba era uno
sólo despojó a Ramiro, el prestamista y usurero del barrio, de trescientas mil
maracandacas.
El robo fue agravado y la cuantía aconsejaba una denuncia
ante la autoridad, cosa que Ramiro no hizo: el costo de los honorarios de los
abogados, la carencia de pruebas y el agravamiento: se le llevaron a la esposa.
Ella se lo había advertido: pasamos hambre habiendo plata.
Recordá, viejo, que lo que por agua viene. Porque Ramiro, sépanlo ahora pues el
chasco se sabrá de todas maneras, quedó como gato escaldado.
Era un mezquino incontrolable. Digo mejor: compulsivo.
Quería acumular y acumular para cuando llegara a viejo, y ya llegando lo
dejaron hubiera dicho Elodia mirando para el icaco.
Pero ni Elodia sabía de los tres millones, que en fajos
primorosos de billetes de mil tenía escondidos en un sitio cuya ubicación no
interesa divulgar.
Elodia ignoraba la existencia de ese principal. Creía que su
marido contaba apenas con lo que él decía, el chumino, o sea, nada menos los
trescientos mil de a peso que le hurtaron.
Abundaban las querellas entre marido y mujer: no da ni sal
para un huevo comentaba ella en la botica, fuente de arribo y despacho del
chisme al día Y el boticario: es más agarrado que un mono en un ventoleró con
lo que lograba, no solo desprenderles alguna risilla a los parroquianos,
conocedores de vida y milagros, sino, cosa de mala fe, echarle sal a la herida
de Elodia, siempre abierta y supurante de odios, que se le iban acumulando, en
semejante proporción que a Ramiro la plata.
Espérese, don Pepe, le contestaba: algún día cojo mis
petates y me largo: ¡Ya no aguanto más! Ramiro le era fiel, más por economía:
teniendo mesa servida ¿para qué cenar fuera?
Si bien sus cincuenta y cinco le antojaban variantes como
postre máxime si Elodia no clasificaría nunca para miss nada por muy al tiro
que se le pusiera cualquier hembrilla, pues el hombre no era lerdo y se
manejaba su prestancia, no en el vestir pero sí en el porte, amén de su fama de
tener chochosca, se monologaba diciendo para su abajos: Machete, estáte en tu
vaina. Y Elodia con su amor palúdico, anémico, poliomiélitico y enclenque
pagaba los platos escarapelados.
Y lo cierto es que a Elodia ni pizca de gracia le hacía ya
el hombre: sus veinticinco años menos se le encabritaban encelándose y se le
volvían malos consejeros y, quiéralo o no, casi suspiraba cuando debía atender
a paganinis de su marido, la mayoría muchachos de su edad y llenos de vida, con
un agravante: más pelados que el palo de las gallinas.
Pero, ¿qué importa la lipidia se contradecía si con el
marido no agarraba ni papa y el viejo no colgaría las tenis ni zampándole un
garrotazo? Ellos, por lo menos pensaba casi sin sonrojarse componen.
Días antes del robo hubo un miche de película. Elodia, para
clavarle un banderillazo a Ramiro, dejó medio entrever una especie de traición.
Como él la sorprendiera partiendo migas con Esteban, empleado bancario de alto
puesto, elevadas deudas y la costumbre enconada de apuntalar el principal con
la acumulación de intereses, se irguió en las puntas de los pies sin ser
baletista y la hundió en el mero cerviguillo del hombre.
Cuando Ramiro quiso regañarla una vez ido el cliente, ella
aseguró la voltereta que le daba y le gritó: Voy a irme con él un día de estos.
Y tené seguridad de una cosa: me saco el clavo. Espérate y verás.
Eso acoquinó al marido, pues y en eso no era miserable la
amaba. Quiso volverse una seda, no obstante el mogote, tomando en cuenta
siempre que la Magdalena no estaba para tafetanes: la llevó a un restaurante de
medio ver a comerse un arroz con pollo y pretendió, cosa imposible, encharcarse
en un dolor de los pecados y un propósito de enmienda pero, cosa esperada,
volvió, por simple inercia, el surco de su estitiquez.
Le puso el ojo a Esteban exigiéndole el pago de las deudas.
Pero lo pensó mejor: el dinero estaba seguro por los fiadores; solamente, en
una adecuación solicitada después de haberse hecho parte del triángulo, le
subió los intereses.
Muy cortésmente respondió Esteban: ¿Qué voy a hacerle, don
Ramiro? Usted es el dueño del baile, pero alguna pieza me bailaré: del mismo
cuero salen las correas lo dijo a manera de broma aludiendo a que los pagaría
aumentando la deuda, la vida da muchas vueltas, don Ramiro: algún día me sacaré
el clavo.
Se le juntaron así dos clavos a Ramiro. Al remacharlos en su
mente hipertérmica, se le soldaron en uno solo. Si Elodia habló de sacarse uno
y Esteban otro, el desclave era nítido: se fugarían. ¡Que se vayan a la mierda!
dijo y se puso a recontar los chuminos para trasladarlos, cuando sumaran el
medio millón, a la bóveda ultra secreta.
Se vino la tuerce o la suerte, no tomo partido para Esteban
y Elodia: Ramiro volvió a sorprenderlos en un alegre palique matizado con
risas. Se tragó corcor la cólera porque le esperaban para pagarle un dinero y,
como prevención, le hizo un drástico ademán a la esposa, con un significado,
más o menos, de: ¡Me las vas a pagar! En la tarde de ese mismo día desaparecieron
Elodia, Esteban y los trescientos mil pesos.
Los fiadores de Esteban, asombrados por el urgente
requerimiento de Ramiro, estuvieron anuentes al pago de los
intereses
directamente, pues no perdían nada: como al deudor lo nombró el banco jefe de
una agencia lejana, por transferencia recibirían el importe.
Y el cuento termina aquí. Pero antes del punto final
permítanme restaurar una omisión: un día de tantos, meses después del robo,
Ramiro se tropezó con Elodia. Iba del brazo de un hombre. No era Esteban, pero
lo conocía bastante: había sido cliente suyo. Le extrañó, lo recuerda en ese
momento lamentando no habérsele ocurrido oportunamente que días despuesito del
robo el hombre le pagó la obligación de treinta mil pesos con dinero contante y
sonante.
Mientras ejecutaba el trámite mental de sustitución de
ladrón, la desfachatada de Elodia propinó el golpe de espada: estoque a volapié
en el hoyo de las agujas, precisamente atrás del lindero de los cachos:
El dinero me lo robé yo solita, viejo. Esteban fue un pretexto
y Mario no tuvo vela en el entierro: te pagó porque no aguantaba tu usura. Si
el dinero se lo di yo, es un asunto que no te importa.
Y otra cosa, viejo: mi confesión no te sirve: no tenés
pruebas. Así que ¡chau!
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